Una deoncella bellísima que se enamoró de la luna. La pobre languidecí con su amor sin esperanzas, mirando al astro de la noche esparcir su pálida luz desde la altura.
Un día llevada por la fuerza de su pasión se determinó a buscara a su celestial amante. Subió a los árboles más altos e inútilmente tendió los brazos en busca de lo inalcanzable.
A costa de grandes fatigas trepó a la montaña, y allí, en la cima estremecida por los vientos esperó el paso de la luna pero también fué en vano.
Volvió al valle suspirosa y doliente, caminó y caminó para ver si llegando a la línea de horizonte la podí alcanzar. Y sus pies sangraban sobre los ásperos caminos en la búsqueda de lo imposible.
Sin embargo, una noche, al mirar en el fondo de un lago se vió reflejada en la profundidad y tan cerca de ella que creía poder tocarla con las manos. Sin pensar un momento se arrojó a las aguas y fue a la hondura para poder tenerla. Las aguas se cerraron sobre ella y allí quedó la infeliz con su sueño irrealizado.
Entonces Tupá, compadecido, la transformó en Irupé cuyas hojas tienen la forma del disco lunar y que mira hacia lo alto en procura de su amado ideal.